Afrontamos a continuación el valor clínico que se le debe dar al enfermo. Un valor que va más allá de la consideración científica a resolver mediante sofisticados y cada vez más precisos protocolos. Si nos quedásemos ahí, en un mero ajuste biológico y celular, no actuaríamos tampoco con la eficacia profesional médica que cabe prestar a la persona enferma.
Así lo refiere el Prof Herraz:
“…Sucede que las profesiones sanitarias, la medicina y la enfermería, sobre todo, están llamadas vocacionalmente a servir y a ayudar a los enfermos y débiles.
Lo propio de las verdaderas profesiones y, en particular de las que cuidan de la salud de los hombres, no es poseer una ciencia compleja y que cuesta muchos años dominar. Consiste, más bien, en usar ese conocimiento experto para el bien de otros que están en situaciones particularmente vulnerables. Los auténticos profesionales no tratamos con cosas, con elementos parciales, fragmentarios, de la existencia de los hombres, sino con su salud y su vida entera. Los enfermos se ponen en nuestras manos, ellos enteros, cuerpo y alma, no simplemente sus cosas.
El enfermo, todo enfermo, se ve así forzado a confiar en nosotros. Nos sería muy fácil explotar la debilidad del enfermo, o dejarnos llevar de otros intereses que no fueran el interés del enfermo. Pero la ética profesional nos recuerda constantemente que ante el enfermo debilitado estamos particularmente obligados por un compromiso de lealtad y respeto.
El paciente terminal es un acertijo para médicos y enfermeras. Delante del enfermo terminal hemos que resolver un enigma: el de descubrir y reconocer en él toda la dignidad de un ser humano.
La enfermedad terminal tiende a eclipsar la dignidad: la oculta e incluso la destruye. Si, en cierto modo, la salud nos da la capacidad de alcanzar una cierta plenitud humana, estar enfermo limita, de modos y en grados diferentes, la capacidad de desarrollar el proyecto de hombre que cada uno de nosotros acaricia.
Una enfermedad seria, incapacitante, dolorosa, que merma nuestra humanidad, y mucho más la enfermedad terminal, no consiste sólo en trastornos biológicos, moleculares o celulares. Ni es tampoco un recorrido vivencial de etapas que van marcando las reacciones del enfermo ante la muerte ineluctable. Por encima de todo eso, la situación terminal constituye una amenaza a la integridad personal, que pone a prueba al enfermo en cuanto hombre.
Médicos y enfermeras no deberíamos olvidarlo al estar con nuestros enfermos. Nuestra asistencia no se puede reducir a una simple operación técnico-científica. Incluye siempre una dimensión interpersonal. No puede limitarse a aplicar un protocolo de cuidados paliativos: a ningún enfermo le podemos servir sólo con ciencia y conocimiento, herramientas y sistemas.
Los protocolos son utilísimos, una ayuda grande. Pero son también fundamentalmente reduccionistas. Son como un formulario en el que hay que rellenar ciertos espacios en blanco, que se refieren siempre a cosas fácilmente mensurables y que les parecían importantes a los autores del protocolo... Tienen en cuenta algunas variables individuales, pero inducen a tratar a los pacientes como a elementos intercambiables. Los protocolos y sistemas no lo son todo en el servicio que hay que dar a los pacientes. Con su ayuda, hay que ser más competentes en el tratamiento del dolor y de los síntomas. Pero no pueden inhibir la atención humana que los más débiles necesitan: médicos y enfermeras han de comunicar paz y calor humano a sus pacientes, suprimir la soledad y de indefensión con que la enfermedad les amenaza”. Gonzalo Herranz, Conferencia en el VI Máster de Cuidados Paliativos. Aula “Ortiz Vázquez”, Hospital La Paz de Madrid, 8 de mayo de 1999
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