Toda persona enferma, y especialmente en los últimos momentos de su historia, necesita decir algo. Algo importante, algo con especial significado, algo que desea específicamente legar. Pide y merece que se le preste toda la atención. Tiene solemne turno de palabra que debe ser acogido con un respetuoso silencio.
El enfermo, sobre todo en estadio terminal, se constituye de forma inconsciente en maestro de vida. Dejando aparte otras cuestiones de índole moral que haya acompañado la vida de dicha persona, desde esa improvisada cátedra tiene la capacidad de trasmitir unas lecciones muy importantes. Son lecciones claras y sencillas, que escuchadas con atención marcarán el futuro de los que las oigan. Es muy conveniente no tomarlas en menos, ni darlas al olvido. Los enfermos dirigen esas lecciones, en primer lugar, a los más próximos, pero también tienen el privilegio de compartirlas los que le asisten y cuidan.
Es evidente, que los que quieran asimilar las lecciones que imparten los enfermos en situación terminal, deben mantener una actitud de atención. Es muy perjudicial para el paciente, pero también para los propios acompañantes, que las manifestaciones a modo de lecciones que prodiga dicho enfermo sean recibidas con insensibilidad y superficialidad. Sería muy frustrante que esos mensajes que va dirigiendo el paciente a los demás chocaran en ellos con una sordera poco atenta y una actitud dormida insensible a tantas expresiones llenas de significado que lanzan dichos pacientes, más que con palabras, con llamativos gestos y miradas. Ser receptivos a esas explícitas y sencillas declaraciones del paciente nos inmunizan eficazmente contra la peligrosa “enfermedad” de la indiferencia. Indiferencia, que inicialmente se infiltra de forma imperceptible, para luego ir creciendo hasta transformar a las personas en un engendro de insensibilidad rutinaria e impermeable, ciega y sorda, a los numerosos y sencillos mensajes a los que son invitados a actuar. Precisamente esa “enfermedad” de la indiferencia en los que atienden, es la causa que se malogre, y se malinterpreten, todo un conjunto de lecciones trasmitidas por el enfermo y es, también, la causa que castiga el ánimo del enfermo con un especial agobiante dolor, incluso con expresión física.
Seguida de esa actitud de atención, hay que proceder a tratarle de acorde con la dignidad intrínseca que posee como persona. Es un grave atentado a su dignidad considerar su vida como un desechable que tiene fecha de caducidad, aunque, por su estado depresivo, pueda el mismo expresarse de esa forma. El verdadero reclamo que lanza el enfermo en esa situación es para que sea tratado con todo el respeto que merece su dignidad. Por eso, tiene todo el derecho de ser acogido por una actuación profesional médica, como siempre, de alto nivel, que alivie y cubra toda su sintomatología, hoy en día alcanzable gracias a los cuidados paliativos.
Además, el enfermo en esa situación, tiene también el derecho de recibir la gratificación de comprobar que deja una huella en los demás, aunque sólo sea esencialmente por ser reflejo vivo, precisamente en su estado de gran vulnerabilidad, de hasta qué punto es valiosa su dignidad como persona. La exhibición de esa calidad de dignidad humana en estado casi puro choca y es radicalmente contraria a ser asimilada como un objeto, o animal, cuyo valor evoluciona paralelamente a su grado de eficacia funcional.
En definitiva, el enfermo en situación terminal pone de forma candente y al descubierto el valor intrínseco que posee la dignidad de la persona humana, que exige ser correspondida con el mayor respeto, tanto en beneficio de él como de los demás. Esa alta dignidad es incompatible con una visión degradada de la persona si es desfigurada según criterios de utilidad, haciéndola fácilmente catalogable por los jueces de la eutanasia para una “muerte digna” si cumple los protocolos establecidos como material de desecho, impidiéndole todo recurso a una profesional y eficaz actuación de los cuidados paliativos.
Juan Llor Baños
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