El relato al que hace referencia el Prof Gonzalo Herranz es muy significativo:
“La destrucción de 3300 embriones que habían alcanzado la fecha de caducidad que les marcaba la ley británica no fue una noticia para entretener el ocio del verano europeo. En torno al 1 de agosto de 1996, cuando muchos se iban o venían de vacaciones, esos minúsculos seres humanos ocuparon el primer plano de la actualidad en conversaciones, artículos de periódicos, entrevistas de la radio o en reportajes de la televisión. A nosotros los médicos nos conviene reflexionar sobre lo acontecido, porque pone a prueba nuestras convicciones éticas más profundas.
Relatar lo ocurrido es fácil. La Ley de Fecundación y Embriología Humana de 1990 establece, en el Reino Unido, que los embriones congelados pueden ser conservados por un plazo de 5 años. En consecuencia, los embriones congelados antes del 1º de agosto de 1991, día de la entrada en vigor de la ley, y que no hubieran sido usados tenían que ser destruidos antes de terminar el 31 de julio de 1995, fecha límite de su conservación.
Era obvio que ese momento tenía que llegar. Ya, al comienzo mismo del año, sonó la voz de alarma en las páginas del British Medical Journal. El 1 de mayo de 1996, el organismo que aplica la Ley de Fecundación y Embriología Humana modificó su Código, señalando que los embriones humanos nunca se conservarán más allá del periodo máximo normal de 5 años, a menos que las personas que han proporcionado los gametos, incluidos los donantes, soliciten un periodo de conservación más prolongado, que nunca los embriones humanos deberán conservarse más allá del periodo máximo especificado por estas personas, y que será excepcional prolongar el almacenamiento más allá de los 10 años.
Ante la concesión de esa prórroga, los centros de reproducción asistida trataron de localizar a los progenitores biológicos de los embriones crioconservados, pues son ellos, de acuerdo con la ley, quien ha de decidir sobre el destino que se ha de dar a los embriones. No fue una tarea fácil contactar con tantos y tan dispersos. Al expirar el plazo, se había podido dar con casi las dos terceras partes de ellos. Fueron éstos los que pudieron acogerse, y lo hicieron masivamente, a la nueva normativa.
De todas formas, llegado el 31 de julio, existían unos 3300 embriones cuyos progenitores o no pudieron ser localizados, o decidieron abandonarlos. Esos embriones fueron descongelados y destruidos de diferentes modos: dejándolos morir a la temperatura ambiente, sumergiéndolos en alcohol, sometiéndolos a choque osmótico en suero salino hipotónico, para ser desechados por el vertedero o enviados al horno de incineración.” Gonzalo Herranz, La destrucción de los embriones congelados: reflexión sobre una noticia. Conferencia. Bogotá, 1997.
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